En 1992 el rock argentino comenzaba a redefinir sus horizontes estéticos y a sus nuevos protagonistas. Con los sobrevivientes de la explosión creativa de principios de la década del ochenta convertidos ya en artistas consagrados, era el momento de un recambio, de la aparición de nuevos números que a grandes rasgos (a veces hasta de manera caprichosa) se fueron encolumnando en dos grandes grupos.
De un lado los sónicos, denominación que englobaba a bandas como Babasónicos; Los Brujos; Juana La Loca; entre otras. Bandas continuadoras del legado iniciado por grupos como Virus y Soda Stereo, emparentadas en la atención por el trabajo de la imagen y una búsqueda sonora atenta a la experimentación. Del otro, el rock barrial agrupaba a una serie de músicos más cercanos a un sonido directo, devoto del blues y el rocanrol. De ese lado del mostrador (atendido supuestamente por Sumo y Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota) estaban, solo por citar algunos ejemplos, La Renga; Los Caballeros de la Quema y Viejas Locas. Y Los Piojos.
La banda comandada por Andrés Ciro publicó el 8 de agosto de 1992 su disco debut, Chactuchac. El título del álbum, lanzado cuatro años después de la formación del grupo, ya es una toma de posición, un grito de identidad. Los Piojos pintan su aldea, Ciudad Jardín. Esa pintura es reconocible, se hace extensible a cada rincón del conurbano, en cada ciudad dormida y sin sueños, golpeada en la línea de flotación por la crisis de la década anterior. Ese chactuchac es la interpretación fonética del sonido del tren sobre las vías. Esa referencia le da a la música una pertenencia geográfica, un paisaje suburbano que pronto convertirá a Los Piojos en uno de los artistas más populares de la nueva camada.
De Tan solo, pasando por la energía de Cruel, a la audaz reinterpretación del clásico tango Yira Yira, las once canciones de Chactuchac concentran el ADN piojoso, las marcas estilísticas que más tarde desarrollarían en Ay Ay Ay y que encontrarían en Tercer Arco su punto perfecto de cocción.
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