“Antipolítica” es una palabra que circula en ámbitos politizados, en particular a partir de la irrupción de Javier Milei en la escena política nacional. También era y sigue siendo utilizada para descalificar votos en blanco, impugnados; críticas al sistema de partidos tradicionales en bloque. Mínimas desobediencias discursivas o prácticas a instituciones de la democracia liberal representativa son señaladas por el dedo acusador que dice “eso es antipolítica”. Y quien denuncia lo hace desde una autoconciencia político-militante superior. La distinción entre la política y lo político, realizada por algunas corrientes teóricas, ayuda a despejar equívocos. Así, lo político es la sede del conflicto social. La política es la administración del conflicto. Lo político expresa el choque a veces antagónico entre dominadores y dominados.
La política realmente existente es la representación desviada del conflicto en favor de los primeros. La política es asunto de políticos profesionales, gobernantes, legisladores/as. Lo político es lo que no se puede o no quiere ser representado; es una eventual crisis social provocada por gobiernos ajustadores. Ante estallidos como el del 2001, la política habla desde los tiempos institucionales y dice “esperen hasta las próximas elecciones y voten a otro, eso es antipolítica”. Pero lo político, el choque muchas veces frontal entre ajustados y ajustadores, no puede esperar. No puede ni quiere ser gobernado.
La política tiende a conservar. Lo político es la irrupción de lo potencialmente nuevo. Entonces ¿por qué la antipolítica sería reaccionaria, indiferente a lo público, funcional a alguna derecha? Lo podrá ser o no. Pero su calificación como negativa o progresiva debe venir después de un ejercicio que no realiza el lugar común militante: un examen riguroso de cada situación particular, y al menos contemplando complejidades y dificultades que impiden la descalificación rápida que dice “eso es antipolítica”.
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