Al repasar el comienzo de Los Beatles, Paul McCartney recuerda aquellas noches que acunaron las primeras canciones en The Cavern, Liverpool. Eran un puñado de piezas convertidas en Caballitos de Batalla. Si en el epílogo los relojes indicaban horas de la madrugada, se debía a que Zarpaban mucho y no a que contaran con una vasta colección.
Un día tuvieron un ofrecimiento para actuar en Alemania. Debían radicarse en Hamburgo; el contrato era por algunos meses. Entusiasmados por la cifra en Marcos, dijeron “¡Vamos!”.
Fiel al espíritu germano, los contratos eran exigentes y, como ahora, con Letra Chica. Ella decía que cada día, durante 8 horas, debían ejecutar un repertorio con canciones reales; nada de improvisación. Cero repeticiones.
Algunos pensaron en pegar la vuelta; lo que tenían no les alcanzaba ni para empezar. Finalmente (más por una razón económica que por otras) aceptaron los desafíos conscientes de que debían dedicar varias horas a componer. Esa fue una etapa prolífica. Nacieron temas imperecederos; éxitos de ayer, hoy y siempre.
Es inevitable preguntarse si hubieran llegado a ser la banda de Rock más famosa del mundo sin haber atravesado esa sacrificada etapa.
Especulaciones al margen, esa historia deja un mensaje muy claro. De él debemos tomar nota cuando pensemos que la creación tiene más que ver con la fortuita aparición de una idea feliz, que con el trabajo, la constancia, la perseverancia.
“Cuando llegue la inspiración, que me encuentre trabajando”. Pablo Picasso (A propósito de arte).
Por Roberto A. Bravo
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