Lo miraban con desconfianza. El bandoneonista marplatense criado en New York, donde llegó a conocer a Carlos Gardel, era duramente criticado por los defensores de la tradición a ultranza. “Asesino”, le gritaban los más aferrados a la ortodoxia. Lo suyo no era tango, decían. No respondía a los sagrados cánones de la música porteña.
Astor Piazzolla, fiel a su temperamento, insistió. No dio el brazo a torcer, enriqueciendo la música que amaba, aunque la considerara estancada, con elementos del jazz y la música clásica. La dotó de una expresividad renovada. Un sonido nuevo que, comandado por su bandoneón, podía ser vertiginoso y sutil, siempre conmovedor. Un sonido que se impuso para convertirse en un tango revitalizado, vigoroso, que lo llevó a trascender más allá del Río de la Plata como símbolo, casi como un sinónimo sonoro de su Buenos Aires querido.
Piazzolla, de cuyo fallecimiento hoy se cumplen treinta años, insistió y nos dejó una obra rica e imperecedera. El tiempo le dio la razón.
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