El 18 de junio de 1967, Jimi Hendrix empezaba a cerrar su participación en el Monterey Pop Festival con los primeros acordes de Wild Thing. El músico estadounidense había desplegado todo su arsenal en los casi cuarenta minutos que duró el set de su banda, The Jimi Hendrix Experience, convirtiendo su performance en una explosión, un asalto a los sentidos. Nadie tocaba así en aquel entonces. Jimi parecía copular con su guitarra. Era insinuación y provocación. El público estaba rendido a sus pies. Pero faltaba algo más para el cierre del show. El guitarrista que revolucionó la escena londinense en 1966 y deslumbró a los artistas (Paul McCartney, Brian Jones y el dios Clapton entre ellos) que pululaban por el Swinging London, preparaba un último truco con el que se convertiría finalmente en profeta en su tierra. Un as en la manga que lo erigiría en el guitar hero definitivo.
La carrera de Jimi Hendrix fue un suspiro. Desde su irrupción en Gran Bretaña en el 66 hasta su muerte en 1970. Cuatro años, e igual cantidad de discos, que le alcanzaron para redefinir la forma de tocar la guitarra. Cuenta la leyenda que Pete Townsend, después de ver a Hendrix en vivo por primera vez, llamó a Eric Clapton para contarle que había visto tocar al tipo que los iba a dejar a todos sin trabajo. Así de deslumbrante era el artista nacido en Seattle el 27 de noviembre de 1942.
Para cerrar su faena en Monterey Pop Festival, Jimi había preparado un sacrificio. Un acto ritual de amor a su instrumento. Después de sacudir y golpear su guitarra contra el escenario, mientras sus compañeros Mitch Mitchell y Noel Redding se entregaban al trance instrumental, Hendrix se arrodilló frente a su Fender Stratocaster Fiesta Red 1965 y la prendió fuego. La entregó a las llamas, regalando una de las imágenes más icónicas de la historia de la música y entrando para siempre en la historia. Porque es mejor arder que desvanecerse lentamente.
Por Fernando Cárdenas
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