A la gente siempre la ofendió que la tildaran de ignorante; tiene más peso la definición que alude a la “carencia de cultura” que la que simplemente precisa que “desconoce algo”. Es comprensible; generalmente la expresión ha sido empleada peyorativamente.
Aun tomando solamente la segunda acepción (para no herir susceptibilidades) es una verdadera desgracia la ignorancia.
El no querer ver, oír, ni escuchar, sólo puede expresar comportamientos erráticos y negativos atentatorios contra el contrato virtual en favor del bien común. Se trata de hacer los deberes a diario.
El desconocimiento es muy común, por ejemplo, en la previa de las elecciones con preguntas recurrentes: “¿Para qué se vota?” “¿Quién es ese fulano de los…?” La omisión también deja al descubierto desinterés. Hoy los medios de comunicación entran en las casas más que nunca y no hay candidato que no exponga su perfil en las redes sociales. Si así no fuere, “Si la montaña no viene a mi…”
Los comicios reservan al electorado un rol protagónico al que debiera sacarle el jugo. Si hay conocimiento, análisis y pensamiento propio puede brillar en la película sin ser estrella; de lo contrario solo será el que pregunta la hora al mozo…
Sucede que, una vez que se introdujo el sobre con la papeleta en la urna, no hay marcha atrás y no valen (mejor dicho no sirven) las críticas posteriores. Solo si hay un voto concienzudo se puede peticionar por incumplimientos o desaciertos. De lo contrario no existirá autoridad para hacerlo. O sea que, de algún modo, el voto convierte al electorado en artífice de su propio destino.
Que la ignorancia es la madre de todas las desgracias es cierto; que tiene cura, también.
Por Roberto A. Bravo
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