Uno advierte que muchas naciones dedican los mejores esfuerzos a presente y futuro. Y ello no significa que hayan olvidado su pasado. Todo lo contrario. Aunque lo encerraron entre hojas o bronces.
Vamos a tomar un hecho global: la Segunda Guerra Mundial. Cuando terminó los países europeos dieron vuelta la página velozmente. Había mucho por levantar, por poner de pie en el menor tiempo posible. Deben, como Alejandro Dolina, haber pensado que era "demasiado tarde para lágrimas”. El resultado fue que se recuperaron antes de lo previsto.
Nosotros, lejos de aquella crueldad (afortunadamente lejos de aquella crueldad) tuvimos tiempo para preguntarnos asiduamente “¿Qué hubiera pasado si…?”
Y, por ejemplo, y a propósito de la guerra, generaciones pasadas se planteaban qué lugar ocuparíamos en el ranking mundial si cuando éramos El Granero del Mundo y "No se podía transitar por los pasillos del Banco Central por los lingotes de oro que había" (Juan Domingo Perón) hubiéramos destinado esas ganancias a industrializar el país. “Seríamos potencia”, sentenciaban muchos. “Aquello no era tan así” corregían otros, entre ellos el propio Perón. Las marcadas diferencias ya nos dejaban anclados al pasado hace más de setenta años.
Más acá en el tiempo, otros interrogantes surgieron por la adhesión civil a los quiebres institucionales perpetrados por militares golpistas (“¿Qué hubiera pasado si comprendíamos antes el verdadero valor de la democracia?”). Y hay más, como la indefinición de qué bienes del estado podían privatizarse y si, más allá de ello, convenía. Al menos, nuestra experiencia provincial privatista de los noventa fue negativa (Hace poco recordábamos como nos dejó sin los bancos provinciales).
Cada una de las estaciones dónde nos detuvimos más de lo conveniente dejó estigmas en el corazón argentino. Fue una especie de desesperanzador Vía Crucis sin devoción.
La memoria tiene que conservarse; las grietas deben estar dónde deben estar: en la historia.
Por Roberto A. Bravo
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