Muchos afirman que los argentinos somos hijos de los barcos, aunque nuestra cultura popular demuestra que los argentinos somos hijos de los trenes.
¿Cuántos sabores, cuántas tonadas, cuántas leyendas, cuántas coplas, cuántos ritmos se trajeron de las provincias en tren? ¿A cuántas querencias el tren les quitó la sed, a cuántas el hambre? ¿A cuántos pueblos les puso nombre con su llegada y a cuántos los hizo silencio al dejar de pasar?
Porque el tren en Argentina es padre de pueblos y también padre de desiertos. Padre de recuerdos y padre de olvidos. Padre de la imaginación (los niños y los trenes forman una congregación mágica, una hermandad donde la próxima estación todavía no ha sido fundada, pero nadie duda que en el próximo juego habrá de ser creada)
También el tren es padre de la nostalgia ya que el tren y los ancianos ferroviarios comparten secretos íntimos del paisaje espiritual, y a medida que pasa el tiempo y el tren deja de pasar y el ferroviario se queda sin trabajo, todo ese diálogo entre el tren y ferroviario se hace vino, silencio poblado de desiertos, o como bien señala el poeta cordobés Daniel Salzano, hijo y nieto de ferroviarios: “¿Qué es lo que hace un ferroviario cuando le quitan el tren?/ Primero se vuelve loco, después empieza a beber?”
El tren es uno de los grandes temas de la argentinidad, es la gran deuda que el estado tiene con el corazón del pueblo. El tren es cultura, patrimonio humano, es una especie de santo pagano al que se le han derribado la mayoría de sus templos. Sin embargo sus devotos permanecen de pie, orando las antiguas plegarias ferroviarias: “Pato Urribarri el ferrocarril/ Que vos soñabas regresará?/ Prendele bala, te tengo fe/ Las vías muertas adonde van?/ Días felices los del andén./ De los regresos y el terraplén/ ¡Que vuelvan pronto / Que duele el alma!/ Sin los rezongos del viejo tren” (Concordia, Antonio Tarragó Ros)
El que inventó el tren seguramente ignoraba que en Argentina su creación se convertiría en un prócer de los caminos, porque el ferrocarril ha sido el gran baquiano del país, baquiano de metal, resero de lata, arriero de acero, rastreador de nuestros confines (los geográficos y los humanos) Su paso no sólo hizo trabajar a los cartógrafos, su huella fue creando historias de vida.
El tren es una especie de biógrafo del corazón de la Argentina profunda. La llegada del tren al pueblo, era todo un acontecimiento como relata el más importante argentinólogo, Luis Landriscina: “Los que viven en Buenos Aires y usan los ferrocarriles de Buenos Aires tienen que entender que no es lo mismo un tren suburbano que un tren que pasa por un pueblo. Para los provincianos el tren es un acontecimiento: la estación era una fiesta una hora antes que saliera el tren del otro pueblo. La gente iba y se paseaba en el andén como si fuera un paseo público. Las mujeres mayores del brazo, charlando, algunas iban con el tejido, los mozos se juntaban ahí porque las chicas en edad de merecer se paseaban del bracete y muchos romances nacieron ahí”
Cada tren de la Argentina profunda tenía su acento, el tren del fin del mundo (de Ushuaia) balbuceaba como pocos el silencio patagónico, mientras que el tren correntino, llamado trencito económico, tenía un traquetear bilingüe, chamuyaba en español y en guaraní: “Trencito Pÿhá guazú algún mentido progreso/ Te fue robando las vías/ Te llevaron al museo sin tener en cuenta/ La historia que encierra la voz de un pueblo/ Por eso te canta mi alma, sangre, corazón y vuelo/ Kuriyú de las Maloyas oh! Che Trencito paguero.” (El trencito económico, Mario Bofill)
El tren ha conformado la identidad argentina ¿Cuántos artistas abrazaron el país gracias al tren? Los Hermanos Ábalos hacían sus giras en tren, de hecho “agitando pañuelos”, uno de los gestos de eternidad de estos santiagueños, transcurre en una estación de tren. De alguna manera el pañuelo de la zamba es también una vieja bandera de ese país que es el adiós en los andenes. ¿Alguien llevará la cuenta de todos los que se reencontraron y se despidieron en los andenes?
El periodista Ricardo Acebal me informó que Roberto González ,el que fuera el último jefe de la estación Udaondo, fue enterrado en la misma estación donde trabajara toda su vida. Ya el tren no pasa más por Udaondo, tal vez se fue con el antiguo jefe de estación.
David, un amigo de la adolescencia se suicidó echándose a dormir en las vías ¿Será que él quería matarse o tal vez sumergirse en el sueño ferroviario, en el amanecer de los trenes del sur, en la aurora del terraplén, en la estación que se alcanza después de los etcéteras? ¿De alguna manera, los suicidas que eligen al tren para irse, buscan llegar a otro estación humana? ¿Qué misterioso equipaje llevarán los suicidas del tren? ¿Sacarán un boleto hacia el otro lado de la vida o tal vez sueñan con que la eternidad es un expreso que sin paradas los lleva al país de la calma? Existe una O.N.G, llamada “Estaciones del alma” dedicada a atender a los familiares de los que se han suicidado en las vías.
Deberíamos inventar una virgen de los trenes, una virgen para orar en nombre de cada suicida que decide tomarse el tren rápido hacia la paz. Tal vez, la llamaríamos Virgen de los andenes, o por qué no: Virgen de los que se fueron a buscar un mundo mejor sobre los rieles.
Tantos hijos han dado los trenes, como tantos hijos los ferroviarios. Yupanqui solía decir que su padre, era un ferroviario pobre con libros ¿Qué clase de libros habrá leído este ferroviario, para esculpir tantos paisajes humanos en el espíritu de su hijo?
María Elena Walsh se presentaba como hija de un ferroviario que tocaba el piano ¿Se imaginan el sonido de ese piano ejecutado por las manos de un ferroviario? ¿Cuántos paisajes en esos sonidos, cuántas estaciones de la Argentina pretérita en esa música habrán empujado a María Elena a buscar por siempre la honda niñez de los argentinos?
Manuel J. Castilla nació en la casa ferroviaria de la Estación de Cerrillos. El poeta era hijo de un ferroviario, su padre era el jefe de estación de Alemanía (Salta). La poesía de Manuel J. siempre anduvo sobre los rieles de la melancolía: “Oh Padre, adiós perdido entre los trenes,/ nadie despide a nadie en los andenes/ donde no sé por qué yo siempre espero,/nadie despide a nadie hasta que un día/ en un remoto tren de Alemanía/ adolescente, con ustedes, muero” Tan ferroviaria era la poesía de Castilla que tituló a uno de sus libros “Andenes al ocaso”, obra que termina con estos versos: “y al final, dentro del sueño, en un andén remoto/ pierdo el último tren que me salvaba”
Sin embargo, los hijos de los trenes no son sólo los que tuvieron padres ferroviarios, porque el tren es como un río de infancias saciando la sed más adulta del alma del país. Roberto Arlt escribió: "Algún día moriré y los trenes seguirán caminando” Borges dijo “Buenos Aires es Lugones, mirando por la ventanilla del tren las formas que se pierden y pensando que ya no lo abruma el deber de traducirlas para siempre en palabras, porque este viaje será el último” Recordemos que Lugones fue a la muerte en tren (fue en tren al Tigre, donde se suicidara) El escritor jujeño, Héctor Tizón advirtió: “Cuando yo era niño, significaba una prenda de orgullo saber que esta nación era la primera, en Sudamérica, por la extensión de sus líneas ferroviarias...Ahora estamos viendo pasar, en esta tarde y en la polvorosa aldea, quizá los penúltimos trenes antes de que desaparezcan como desaparecieron las recuas de asnos y de mulas cargadas con bienes y enseres para el trueque. O las tropas indigentes de las últimas guerras de la Independencia, tan demoradas en la memoria aquí como olvidadas en Buenos Aires, esa ciudad de tenderos señoritos, como decían los viejos.”
Ricardo Pérez Apellaniz, poeta de la bonaerense Daireaux, resume en versos, el espíritu de las desaparecidas estaciones de tren: “Memoria, sí, de la Estación del Sud con el entrañable submundo que creaba y recreaba cada llegada, cada partida de cotidianos trenes. Memoria, sí, de las arpilleras orejudas que embolsaban progreso, sudadas por titánicos changarines que ‘burreaban’ las estibas del ‘granero del mundo’; de chatas remotas y sucesores camiones desplazando fertilidad por toneladas. De la acerada hilera de galpones con sus ángulos rectos forzados a remache de zinc y zinc acalanado donde se multiplicaron riachos efímeros desplomados por las lluvias. ¡Cuántos milímetros habrán pulido el chaperío en las cíclicas andanzas de la naturaleza! Y cuantas veces fraguado la luna sobre sus lomos hasta parecer que ella misma se había metamorfoseado en chapa”
El tren ha dado hijos como el doctor Laureano Maradona, que se bajara del tren en plena selva formoseña (en la estación Estanislao del Campo) para atender a una parturienta, y que se quedara por más de sesenta años, curando a los indios de esa comunidad.
Neruda, hijo de un ferroviario de Temuco se preguntaba: "¿Hay algo más triste en el mundo/ que un tren inmóvil en la lluvia?" y me atrevo responderle al genial poeta. Hay algo más triste: una estación de vías muertas, es decir, un pueblo muerto por la ausencia del tren. “Estación vieja y deshecha que fuiste una romería,/ cuando era todo alegría pa los tiempos de cosecha./ Hoy parece que te pecha el mancarrón del olvido,/quién sabe por dónde han ido bolseros y capataces,/hombres fuertes y capaces que pa siempre se han perdido” (Luis Domingo Berho)
Por estas y por tantas razones más, cuando alguien le diga que los argentinos venimos de los barcos, recuérdele que venimos de los trenes, de esos trenes de provincias, económicos, con comida casera y música de querencia, trenes donde la niñez acumula paisajes y la argentinidad se apresta a renacer.
Locución: S. M. Tovarich
Idea y Guión: Pedro Patzer
Edición Artística: Fernando Salvatori
Producción: Fabiana Álvarez – Alejandro Carosella
Actor Invitado: Oscar Naya
Dirección Artística: Marcelo Simón
Etiquetas: Salamancas y caminos, tren