Es difícil dimensionar los ochenta años de Bob Dylan. Es virtualmente imposible resumir en unas cuantas líneas a un artista que lleva sesenta años, tomando como punto de partida su disco debut de 1962, conmoviendo a generaciones enteras, influyendo con sus canciones a colegas sin importar géneros musicales, inspirando a todos aquellos alcanzados por sus canciones. Contarlo en pocas palabras es una tarea casi tan titánica como su obra, que va más allá de sus treinta y nueve discos editados. Un viaje que va del cantante folk de protesta, pasando por el rockero acusado de traidor por colgarse una guitarra eléctrica al hombro, a este anciano sabio que sorprende al mundo ganando el premio Nobel de literatura en 2016, o editando en plena pandemia de covid-19 un disco hermoso como Rough and Rowdy Ways.
La huella de Dylan está en los Beatles, cuyo Rubber Soul es directo deudor de la acción lírica e invitación cannábica de Bob. Llega a sus Majestades Satánicas, que lo homenajearon versionando Like a Rolling Stone. Está en el fraseo y la imagen del Andrés Calamaro más brutalmente honesto. Está en los Travelling Wilburys, el supergrupo que el mismo Dylan integró junto a Tom Petty, George Harrison, Roy Orbinson y Jeff Lynne. Hasta aparece en la tapa de Bocanada, segundo disco solista de Gustavo Cerati, con rastros del Greatest Hits Vol. 2 dylaneano. Atraviesa a todo corazón lastimado que le da play a Blood on the tracks, tal vez el disco de separación más grande de todos los tiempos, en busca de consuelo.
El respeto, la admiración y el cariño son unánimes. Robert Zimmerman, que le arrebató el apellido al poeta galés Dylan Thomas, fue el artista que nos “abrió la mente” afirmó Bruce Springsteen, otro tocado por la obra del autor de Blowin’ in the wind, cuando tuvo que hacer la inducción del Dylan músico al Rock And Roll Hall of Fame en 1988. Y si lo dijo The Boss, no hay razones para ponerlo en duda.
Salud, viejo Bob. Felices ochenta años.
Fernando Cárdenas
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